Tal como sucedió en la entrega de 2021, este año el French Film Festival también decidió incorporar diferentes historias relacionadas con las cuestiones de género y que amplían la visibilidad de las disidencias sexuales en un país que, pese a ser considerado el faro de la civilización occidental, aún hoy demuestra a través de la pantalla que falta mucho para poder hablar de inclusión en sentido amplio. Así es como en esta oportunidad dentro de la sección Court-metrages se incorporaron dos piezas que si bien son bien diferentes comparten en su esencia la necesidad de los nuevos cineastas en visibilizar esas historias utilizando las cualidades que ofrece el lenguaje cinematográfico de un modo experimental y que les permiten bucear en las profundidades filosóficas que atraviesan los personajes que las protagonizan.
En el caso de Los demonios de Dorothy (dirigida por Alexis Langlois) la historia parte de las vicisitudes de una novel aspirante a cineasta que dio rienda suelta a su imaginación al escribir el guión de su película pero no tuvo en cuenta las restricciones del mercado por lo cual ahora atraviesa una etapa de crisis al no conseguir inversores genuinos que puedan solventar su producción. A partir de entonces, la joven Dorothy ingresa en un espiral de odio e insatisfacción que la llevará a buscar un refugio seguro en todas las figuras femeninas del cine con las que se inspiró y que le devolverán la confianza para continuar con su proceso creativo.
En ese preciso momento, luego de quedarse dormida entre llantos y letanías, aparece en la pantalla de su televisor una antigua heroína caza vampiros y, a partir de ese encuentro epifánico Dorothy descubrirá la verdadera identidad de su productora, los oscuros sentimientos de su castradora madre y el fatal encanto de Xena Lodan, una actriz y cineasta millenial que funciona como su alter ego y que representa todo aquello que sabe nunca va a poder lograr.
Si bien el cortometraje por momentos se devanea entre una ópera prima pasada de energía y un pastiche surreal, sobre el final, logra contar una historia entretenida, con un interesante anclaje e influencia en el cine de los años ochenta y que esconde tras de sí las vicisitudes a los que el star-system somete a los cineastas y creativos obligándolos a torcer sus ideas o traicionar sus ideales con tal de lograr éxitos de taquilla que aseguren recaudaciones inolvidables.
En Dustin la temática es bien distinta. Protagonizada por la actriz y modelo transexual Dustin Muchuvitz durante casi media hora el espectador deambula junto a la protagonista y sus amigos en una frenética fiesta rave que se lleva a cabo en una vieja fábrica. Allí los jóvenes se mueven como zombies afectados por la droga y el alcohol a la vez que conviven junto a otros cientos que, como ellos, danzan rítmicamente al calor de la música electrónica, componiendo una imagen de las nuevas generaciones surgidas al calor de un mundo complejo, hipermediatizado y que cada vez ofrece menos posibilidades para que esos seres encuentren en sus vidas un momento de paz y sosiego.
La cuestión sexual si bien no se muestra de manera explícita ni supone relación alguna con el nodo argumental de la pieza subyace en cada una de las imágenes pensadas por su directora Naila Guiguet. Así es como el cuerpo de Dustin, verdadero “Work in progress” funciona como un territorio en el que se desatan las más bajas pasiones y se dejan fluir psicologías atormentadas (como la de su novio con quien atraviesa una crisis) y otras que ven en la metamorfosis de la joven una moneda de cambio para vender droga o bien satisfacer sus mas bajos instintos.
Pero lo cierto es que Gaguet, lejos de mostrar en pantalla a la típica transexual plagada de clichés populares o con una sexualidad hiperrealista expone en pantalla a un ser que está en una tensión constante entre aquello que quisiera ser pero no puede quien vaya a saber por qué extraña razón. Dustin con su deambular, su mirada perdida, sus movimientos espásticos al ritmo de la música electrónica, sus eternas bocanadas de humo y las partes de su cuerpo que intentan asomar como sus ganas de encontrarle un sentido a su vida, nos interpela como sociedad y nos hace reflexionar acerca de qué futuro tendrán aquellos que hoy se inician en la vida, y que al parecer, tal como lo definió Gilles Lipovetzky hace unos años sigue siendo “la era del vacío”.