Tener un enemigo es importante no sólo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es necesario construirlo.
Umberto Eco, Construir al enemigo.
ESA BENDITA MANÍA DE DEMONIZAR
Además de millones de muertes injustas, hambrunas y una inevitable lógica binaria de países colonizadores y colonizados, el siglo XX nos dejó como herencia el miedo. La vuelta de página que significa en la historia el inicio de un nuevo siglo en este último caso trajo consigo el temor como principal característica y, como era de esperarse, con él las cuestiones de otredad –inherentes a la condición humana- se profundizaron dando como resultado un aumento considerable en género y número de diversos grupos que pasaron a formar parte de esa entelequia denominada “otro” o “enemigo” en el peor de los casos.
Bajo esa línea de pensamiento, por ejemplo, Cuba, China y Rusia se transformaron en los enemigos rojos a los que había que desterrar del planeta, los habitantes del África negra (ya descolonizada en su mayor parte) dejaron de ser la mano de obra barata del primer mundo para transformarse en “el problema migratorio de Europa” y todo aquel que abrazara el Corán, fuera portador de un pañuelo a cuadros o llevara sobre su existencia el sacrilegio de rasgos árabes tenía en su mano el pase directo para ser considerado un “potencial terrorista” capaz de volar la arquitectura monumental del capitalismo piloteando aviones de primera línea cargados de inocentes occidentales que, además de una muerte injusta, tardarían mucho más que él en encontrarse cara a cara con su dios.
Dentro del grupo de países orientales que tanta duda generan en el obtuso mundo occidental (al menos en lo que respecta a la Real-Politik internacional) Corea del Norte ha sido, desde hace algunos años, un caso más que particular cuando de “creación” de enemigo se trata. Pero lo cierto es que, teniendo en cuenta la tendencia de occidente para crear opuestos, deberíamos preguntarnos cuán válidos son los epítetos y los aparentes mitos que desde las grandes cadenas televisivas o de la prensa (sobre todo americana) disparan a quemarropa contra aquel país del lejano oriente.
En los últimos tiempos Corea del Norte dejó de ser ese agujero negro en el planeta (donde se dice que se vive bajo una de las peores dictaduras, que aquellos que incurren en contravenciones mínimas son ejecutados sin miramientos, que no existe la libertad de expresión y que el control del estado llega hasta la imposición de los modelos y estilos aceptados para el corte de cabello masculino y los peinados femeninos) para transformarse en un enemigo con mayúsculas al oficializarse la noticia de que habrían desarrollado la Bomba “H” del nuevo milenio, razones de sobra para desbancar a los otros tantos enemigos que venían poblando las pantallas de los noticieros mundiales y reducirlos al tamaño de un insecto. Y tal como sucede con otras problemáticas sociales y políticas, el cine aparece como una forma interesante para iluminar las zonas oscuras e intentar alcanzar la verdad, aunque no sea su función.
Quien llegó a la pantalla para poner negro sobre blanco y desmitificar la mirada sobre Corea del Norte fue The Propaganda Game, un film que pese a contar con un título en inglés fue realizado por el español Álvaro Longoria y se transformó en una de las películas favoritas en el pasado Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Para llevarlo a cabo el cineasta solicitó los permisos necesarios para filmar en Pyongiang (ya que uno de los tantos mitos que pesan sobre el país es que imposibilita el acceso a la toma de imágenes por parte de la prensa internacional o de cineastas foráneos) y, en compañía del único militar español que trabaja para el ejército coreano, visibiliza diferentes voces e intenta con ellas reconstruir un estado de situación del país.
La presencia de Alejandro Cao Benarós (tal es el nombre del soldado español nacionalizado coreano) no es menor en la narración y nos lleva a pensar que, sin su permanente presencia en el rodaje, otra hubiera sido la historia que se termina contando en pantalla. En ese discurrir Benarós se dirige a cámara y expone su experiencia en Corea del Norte desde un punto de vista similar al de los refugiados o exiliados que salvaron sus vidas gracias a la buena aceptación de los estados que los acogieron como ciudadanos. Primero cuenta su experiencia como hombre castizo (donde exalta las pocas posibilidades que en su país tenía de “formar parte de un sistema” tal como lo hace en Corea) y luego, a medida que los diversos actores sociales se paran frente al lente para plasmar sus experiencias y sensaciones, él los utiliza como citas de autoridad que lo ayudan a sostener un relato que deja en claro que Corea del norte es el “mejor país del mundo” siendo la felicidad y el bienestar la ideología fundamental propagada por su líder.
Sin embargo, los testimonios que exaltan la magnificencia del Estado de bienestar en su versión lejano-oriental se desvanece como pompas de jabón al chocar contra lo que la comunidad internacional cree de él y contra la paralizante posibilidad de que decidan, algún día, arrojar la bomba H contra quienes crean un peligro a su eficaz sistema político, social y económico. Y allí es donde se hace inevitable la pregunta ¿Es realmente Corea del Norte ese monstruo bicéfalo que denuncian a gritos la CNN, la RAI, Deutsche Welle o TVE?
LOS ROSTROS DE LA UTOPÍA
El primer rostro que aparece frente a cámara ofreciendo su testimonio es el de un hombre de unos cincuenta años, clase media que se mueve bajo una aparente timidez. El director, desde su rol de entrevistador, le explica que forma parte de un equipo de rodaje español y que se encuentran filmando un documental acerca del modo de vida en Corea del norte.
El hombre mira fijo al lente y se queda en silencio. Segundos después le dice con una sinceridad abominable que no conoce “el mundo exterior” y que no tiene la más remota idea de lo que “el resto del mundo piensa de los norcoreanos ni tampoco cómo los ven”. La cámara se apaga y un nuevo plano (esta vez el de la “asistente” puesta por el gobierno para que los “acompañe” en la ciudad) muestra a la joven invitándolos a bajar de la camioneta para realizar una visita oficial, en la cual, previo paso por las gigantescas estatuas de Kim II-Sung (líder anterior ya muerto) y de Kim Jong-Il (su hijo y actual conductor) quedarán en manos de Cao Benarós.
A partir de ese momento, el equipo español -en compañía de su compatriota- comienza a deambular por diferentes espacios de Pyongiang (escuelas, universidades, hospitales, bares, cines, teatros, restaurantes, ferias y exposiciones) incluyendo una visita a la frontera con Corea del Sur, quien, paradojalmente, aparece como el enemigo creado por ellos, según dicen, para sostener su estructura de poder. Así es como si se tratara de un viaje iniciático y acompañados por un orador con ínfulas de Heródoto posmoderno, Longoria debe desmalezar la intencionalidad del discurso y, mediante la interpretación de la propaganda y la iconografía desplegada, elaborar una propia teoría acerca de cuál es la verdadera esencia del país que puertas adentro se supone una maravilla y puertas afuera es la representación misma del infierno de Dante.
El film, mas allá del tono documental y testimonial, cuenta con momentos realmente epifánicos (como el de los niños del Jardín de infantes que bailan mientras cantan que el “líder” -en referencia a Kim Jong-Il- los ama y que sólo quiere su felicidad, el de la mujer que al ser interrogada por su familia desaparecida se quiebra pero no por el dolor que le produce la ausencia sino porque tuvieron la suerte de vivir bajo el gobierno del líder anterior o, el del jubilado que, con lágrimas en los ojos, relata cómo el Estado le proporciona frutas y verduras especiales para paliar los efectos de la vejez) y otros que levantan sospechas acerca de la doble moral del estado coreano (reflejadas en las evasivas de Cao Benarós al ser interrogado por la presencia de computadoras Apple en la universidad o de heladeras de puestos callejeros identificadas con el logo de Coca-Cola, verdaderas incongruencias en un estado que se jacta de ser el último bastión del comunismo mundial).
Con esa sensación de estar en el lugar indicado pero en el momento equivocado,Longoria logra un documental interesante, filmado bajo cánones estéticos novedosos, con un relato rítmico y polifónico de gran nivel pero que, lejos de arribar a verdades absolutas invita al espectador a iniciar un proceso reflexivo individual para que, mediante la aplicación de su criterio y el sentido común, llegue a alguna una conclusión lógica acerca de la verdadera esencia del Estado norcoreano.
Quizás el punto más cuestionable de la pieza sea la exposición maniquea de algunos de los relatos que pasan frente a la pantalla y la falta de testimonios contrastantes que provengan del seno mismo de la comunidad norcoreana (en este sentido sólo se expone el de una joven que frente a una reunión de ONE YOUNG WORLD denuncia con lágrimas en los ojos la falta de libertad y las reiteradas violaciones a los derechos humanos que suceden en su país).
The Propaganda Game es una interesante pieza documental, ágil, novedosa, visualmente muy rica (las imágenes logradas durante el rodaje son excepcionales) y que se propone como objetivo principal brindar una mirada que contraste con el aquelarre mediático arrojado sobre uno de los países orientales que, bajo la órbita del comunismo, demostró desarrollar un nivel de vida superlativo y de excelencia respecto del resto de los países occidentales, incluidos aquellos que se los califica como del “Primer mundo”.
PROPAGANDA GAME (o THE KOREA DREAM) (2015, España), Dirección y Guión: Álvaro Longoria, Fotografía: Diego Dussuel, Elenco: entrevistados del documental y Alejandro Cao Benarós. (97´-Color)