Exterior, día. Plano abierto de una calle de París. Un hombre camina solo, sin rumbo, con el rostro desencajado. Detrás de él, una vistosa joven, vestida con pieles y un sombrero negro, se le adelanta apresurada. Las siluetas de ambos atraviesan uno de los tantos puentes colgantes que cruzan la ciudad hacia una margen y otra del Sena. El ataviado hombre y la glamorosa joven aún no se conocen, pero en poco tiempo más el destino se encargará de unirlos.
La joven llega hasta una casona ubicada en la Rue Jules Verne (una de las más emblemáticas de París) y le pide a la portera del edificio las llaves del departamento que se alquila, para ver si la convence, ya que está en la búsqueda de un piso para mudarse. Una vez dentro, se da cuenta que quizás el lugar no valga la pena, ya que la casa se encuentra derroída y minada de ratas, pero su sorpresa será mayor cuando al levantar las persianas para que entre la luz, quede atónita al ver que aquel hombre con el que se cruzó hace unos minutos en el puente del metro, se encuentra ahora sentado al lado de la chimenea.
Ante esta sorpresa, la joven cree que el hombre bien podría ser un asesino, un ladrón, o un psicópata, pero esos prejuicios caerán como un velo, en el mismo momento en que el hombre la tome entre sus brazos y le proponga que desde allí en más, aquel apartamento será el refugio donde ambos vivirán un apasionado romance siempre y cuando ella acepte la única condición que él le propone: no hablar jamás de sus pasados, ni preguntarse nunca los respectivos nombres.
De esa forma es como el director italiano Bernardo Bertolucci, da comienzo a una de las historias de erotismo y pasión más intrincada que se haya visto en la historia de la cinematografía mundial. Para ello se vale de dos personajes con una psicología más que compleja, interpretados por una jovencísima María Schneider (Jeanne) y un Marlon Brando (Paul) que comenzaba a transitar el último tramo de su polifacética vida.
El Último Tango en París es la historia de dos seres que deambulan por el mundo, sin saber muy bién que hacer de sus vidas y que un buen día se encuentran, dándose cuenta de que son el uno para el otro, no por el amor que se profesan, sino por que ambos comparten la falta de compromiso en los afectos, y una gran afición al sexo, entendido como una mera forma de apagar los instintos más básicos del ser humano, independientemente de que logren en algún momento, experimentar algún tipo de sentimientos.
El personaje que encarna Marlon Brando representa la destrucción a la que queda expuesto un hombre cuando su esposa se suicida (ese es el gran secreto que ocultará a lo largo de la historia), y eso es lo que lo lleva a transformar a Jeanne, en un espacio que oficie de refugio y consuelo a la vez. En cambio para la muchacha, él representa todo lo contrario, ya que ella se encuentra comprometida con un joven cineasta (del que no sabe si está enamorada, ni está segura de que quiera casarse con él) y la figura de éste hombre maduro, experimentado e inestable emocionalmente, le da la posibilidad de vivir una relación prohibida, novedosa, abusiva por momentos, pero totalmente libre y despojada de cualquier tipo de reproches.
Pero el punto más álgido de la relación llegará en el mismo momento en que Jeanne decida casarse con su novio cineasta (quien es mostrado por Bertolucci como el arquetipo de pseudointelectual francés de los años setenta, con aires de realizador de la Nouvelle Vague) y Paul le reclame que sólo con él podrá alcanzar la felicidad que tanto desea.
A partir de entonces, comenzarán a reconocer las consecuencias que dejó en sus conductas, el peligroso juego que pusieron en práctica aquella mañana en la que dieron rienda suelta a sus pasiones.
El film, además de tener un sólido guión y unas actuaciones magistrales, cuenta con dos aspectos sobresalientes que son dignos de destacar, ya que sin ellos, seguramente la obra no hubiera sido la misma. Por un lado, la fotografía puesta en manos del gran Vittorio Storaro, es fundamental a la hora de determinar la estética que caracteriza la historia. Con ambientes vistos a través de filtros que realzan los colores ocres y anaranjados, logra ejemplificar el estado de ánimo por el que pasan los personajes, quienes soportan la melancolía, el pensamiento anclado en el pasado y la incertidumbre por un futuro que parece no prometer más que unos pocos momentos de pasiones enfermizas que comparten diariamente en la habitación del apartamento.
El otro aspecto para destacar dentro del relato es la música, la cual fue compuesta por el Gato Barbieri, el artista argentino que por entonces, centraba la atención del público europeo, el cual se estaba volviendo cada vez más receptivo a consumir artistas latinoamericanos. Basada en la fusión de Pop y Jazz, la banda de sonido del film es una pieza clave a la hora de acompañar las escenas mas sensuales que constantemente viven Paul y Jeanne.
Cuando el film fue estrenado en 1972, la prensa mundial desplegó opiniones muy dispares, catalogándola de blasfema, genial, pornográfica, baja, oscura, irreverente, pecaminosa y obscena. Pero de todas ellas, la que más se ajustó a la realidad, fue la que publicó el crítico Pauline Kael en el New Yorker Magazine y que deciá: “Nominada para dos Oscar y desprendiendo más energía sexual que cualquier otra película anterior o posterior, éste es el provocativo clásico que conmocionó a una nación… y alteró el aspecto del arte”.
EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS (1972, Francia) Dirección: Bernardo Bertolucci, Elenco: Marlon Brando, María Schneider, María Michi, Giovanna Galletti y Massimo Girotti, Fotografía: Vittorio Storaro, Música: Gato Barbieri. (124 minutos, Color)