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18 Oct
18Oct

“Al que mata frente a frente se le permite huir y vivir en el monte, hasta que se le considera saldada su deuda”. 

Según la fructuosa mitología griega, el Río del Leteo era el único en todo el Hades (morada en la que habitaban los muertos) que tenía la particularidad de hacer que quien se bañaba en sus aguas, perdía automáticamente la memoria (Leteo en griego significa olvido, ocultamiento), quedando así despojado de todo lo que había hecho en su vida, tanto de lo bueno como de lo malo. Dicho mito alimentó desde entonces, no sólo a filósofos que aseguraron que “nadie se baña dos veces en el mismo río” sino también a buena parte de la literatura universal que se nutrió de él y de tantos otros, como ha quedado demostrado a lo largo de la historia.

En Latinoamérica, uno de los que se valió del río del olvido para contar la historia de su novela, fue el dramaturgo mexicano Miguel Álvarez Acosta, quien la tomó como base a la hora de pergeñar el texto de Muro blanco en roca negra, la que un tiempo después cayó en manos de Luis Buñuel, quien la adaptó y la llevó a la pantalla bajo el nombre de El río y la muerte.

En la versión de Acosta filmada por el genio de Buñuel, el río deja de estar en el Hades y se traslada a Santa Viviana, (un pueblo imaginario en las afueras de México). En él, de una forma ambivalente, los pobladores no sólo entierran a sus familiares, sino que además, lo reconocen como el sitio elegido para huir en el caso de que se cometa un crimen (siempre y cuando sea por cuestiones de honor y en duelo frente a frente). Así es como, cada vez que alguien mata a otro y logra atravesar el río llegando con vida al otro lado, luego de pasar un tiempo en el destierro, podrá regresar al pueblo sin que le puedan exigir el pago del asesinato.

Pero lo cierto es que, pese a ser una ley conocida y aceptada por todos los moradores del pueblo, hay dos familias (los Anguiano y los Menchaca) que deciden no aceptar el perdón y el olvido que proporciona el río, y arrastran por más de veinte años, el odio en el que se sumieron desde el asesinato de dos de sus miembros, haciendo extensiva la limpieza del honor a los primogénitos de los muertos, quienes no son más que dos desconocidos entre sí y que deberán enfrentarse dos décadas después, sólo para acabar con un mandato que dura únicamente en las cabezas de sus parientes.

Uno de ellos, Gerardo Anguiano (interpretado por Joaquín Cordero) desde la muerte de su padre a manos de Menchaca, abandonó el pueblo y se radicó en la ciudad de México, donde obtuvo su título de médico. El otro, Rómulo Menchaca, nunca ha salido de Santa Viviana e influenciado por sus familiares más directos, comienza a buscarlo para batirse a duelo a orillas del río y limpiar el honor por la muerte de su padre.

 Al ubicarlo en el Distrito Federal, el vivianense se encuentra con que Gerardo sufre de una cruel enfermedad, la cual lo tiene postrado y que lo obliga a estar ingresado en una cápsula hiperbárica hasta que se recupere su salud. Así es como viéndose imposibilitado de batirlo a duelo, le hace prometer que cuando se recupere, irá al pueblo así acaban con años de peleas y rencillas entre ellos.

Es por eso que, cuando acaba el tratamiento y es dado de alta, pese a no estar de acuerdo, Gerardo accede al pedido de su madre (quien nunca salió del pueblo) para que viaje a Santa Viviana y termine con la tortura y el desprestigio que ha tenido que soportar en el pueblo durante los años que él ha estado fuera. Así es como, acorralado entre la espada y la pared, el médico llega al pueblo y a partir de allí todos los habitantes, se preparan para asistir a uno de los duelos que promete ser el más emblemático de toda su historia.

Esta película difiere bastante de otras obras netamente surrealistas que formaron el período mexicano de Buñuel(por ejemplo Viridiana, Ensayo para un crimen o Él) y la explicación quizás resida en que cuando filmó ésta, sólo habían transcurrido tres años desde Los olvidados, obra cumbre que significo su incursión en el mundo realista y en la que comenzó a comprometerse con algunas cuestiones antropológicas inherentes al ser nacional mexicano, tales como el honor, la religiosidad, la fe o la desigualdad social.

 Uno de los elementos fílmicos que más sobresalen (además de la siempre impecable realización de Buñuel) es la música, creada especialmente por Raúl Lavista, la cual fue galardonada con el Premio Ariel de Cine Mexicano 1956 a la mejor banda de sonido (único premio que obtuvo). Con ella, el maestro Lavista logra generar un verdadero clima de suspenso (que en ciertos momentos roza lo fantasmagórico) dentro de una estructura que, lejos de ser macabra, en todo momento transita una gran profundidad dramática.

Respecto de las actuaciones, la que más se impone sobre el resto es la de Joaquín Cordero, quien por entonces ya se perfilaba como uno de los futuros galanes del cine mexicano y que le otorga al médico que interpreta, un aire de mesura e intelectualidad muy adecuado, oficiando de contrapunto respecto de la ignorancia en la que se hallan inmersos el resto de los personajes.

El río y la muerte, más allá de ser una interesante película dramática, es una excelente opción para revivir uno de los grandes mitos griegos y , sobre todo, para analizar qué es lo que sucede cuando una sociedad se vale de una distorsionada escala de valores y genera marcos de convivencia en los cuales la vida humana llega a valer menos que las balas que pueden acabar con ella.

EL RIO Y LA MUERTE (1954, México) Dirección: Luis Buñuel(Basada en la novela “Muro blanco en roca negra” de Miguel Alvarez Acosta)Elenco: Columba Domínguez, Joaquín cordero, Miguel Torruco. Fotografía. Raúl Martínez Solares, Música: Raúl Lavista. (93 minutos, Blanco y negro).

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