1. Del humor y otros demonios
Dicen los manuales de guión que escribir una comedia es mucho más difícil que escribir un drama ( y refuerzan los actores la idea, al asegurar que es mucho más difícil hacer reír que llorar). Quizás la explicación resida en que la vida nos tiene más acostumbrados a situaciones dramáticas (ya sea por injustas, dolorosas, incomprensibles) que a las que generan risa y nos acercan a esa misteriosa entelequia llamada felicidad.
A lo largo de su carrera Almodóvar no fue un gran cosechador de comedias. Quienes tuvieron la suerte de seguir su filmografía y asistir a un estreno suyo como el feligrés que espera con ansiedad la misa los domingos coinciden en que muchas de las primeras piezas, que en apariencia podrían tildarse como comedias, en el fondo esconden grandes dramas que, tamizados por su inteligencia y su ácido talento virado hacia el kitsch, logran alzarse como realidades absolutas y acaban robándole al espectador una sonrisa, a modo de premio luego del estado de shock al que lo somete mientras se desarrolla la trama.
Así es como, por ejemplo, en Pepy, Lucy, Bom y otras chicas del montón se ve a jóvenes desenfrenados haciendo uso de conductas peligrosamente divertidas (aunque en el fondo es notorio que ellas son la resultante de “No saber que hacer con la libertad” con la que se encuentran luego de la muerte de Franco), en Laberinto de pasiones aparece una fauna que se devanea a gusto en una puesta de vodevil pero que, a simple vista, son esclavos de sus pasiones irrefrenables y los más bajos designios a los que los someten sus deseos, hasta llegar a la inolvidable Mujeres al borde de un ataque de nervios en la cual el manchego deja en claro que no concibe vivir la vida de otra forma que no sea de un modo vertiginoso y con el humor como elemento capaz de transmutar los dolores y los padecimientos que se producen los humanos en su paso por este mundo.
Luego de aquel éxito impresionante de Mujeres, Almodóvar se hizo conocido mundialmente y abandonó el armario marginal y reducido de la noche madrileña que lo tenía como futura promesa del ejército de talentos ocultos, escupiéndolo cual hombre bala a las salas de Hollywood. Con ella alcanzó millones de espectadores a nivel mundial, recibió –y rechazó- la propuesta de dirigir a la mismísima Madonna (quien por entonces era considerada la reencarnación viviente de la reina Cleopatra) y allí se dio un baño con el último bote de pop que quedaba en Estados Unidos tras la muerte de Andy Warholl.
Y ese quiebre entre los ochenta y los noventa fueron decisivos en la vida del director. Nadie sabrá decir por qué (ni siquiera él, según lo ha declarado) pero a partir de aquel estreno del film en el que Carmen Maura con el rimmel corrido tragaba Minilips con gazpacho por un despiadado hombre que le rompió el corazón y Rosy de Palma le pateaba a occidente el paradigma de belleza en la cara, Almodóvar cambió definitivamente su mirada.
Con Mujeres al borde de un ataque de nervios pareció haberse agotado un modelo que iba a ser muy difícil superar en films posteriores. La galería de personajes que desfilaron por la historia sumado al ritmo, los diálogos, la musicalización y una trama en la que podrían caber todos los géneros literarios - además de representar un catálogo de la estética pop de finales de los ochenta- hicieron que el manchego tardara más de dos décadas para que hacer reír nuevamente. Quizás el mismo tiempo en que tardó él mismo en sentirse capaz de emitir una sonrisa.
A partir de entonces comenzó un período largo (demasiado, quizás, para los amantes de la comedia) y durante más de dós décadas guardó en un arcón la máscara de la risa y se quedó sólo con la de la mueca hacia abajo. La madurez, la pérdida de algunos amigos, la de su madre y una sensibilidad que lo hace interpretar los dramas humanos como si se tratara de un médium de la posmodernidad lo llevaron a contar historias terribles, profundas, polémicas pero siempre con un espacio para sonreír con algún gag o una línea de guión que oficiara como bálsamo en medio de tanto dolor planteado en las historias.
2. Volver a reír
Veinticinco años después y con mucha agua corrida bajo el puente, el manchego vuelve a crear un set donde el desparpajo, la ironía, los personajes bizarros y una trama cargada de elementos disparatados se conjugan para dar paso a una comedia tan fresca y recargada de gags almodovarianos, tantos que los fieles seguidores del director reconocen y aplauden desde iniciados los primeros minutos de la trama.
Para esta ocasión el cineasta eligió mostrar a un grupo de pasajeros que se encuentran camino a México DF a bordo de la prestigiosa aerolínea Península pero que, por un hecho ajeno a ellos, se verán obligados a vivir la que parece será, la peor experiencia de sus vidas. Tal situación se desata cuando los pilotos se dan cuenta de que a los pocos minutos de iniciado el despegue, el avión tiene averiado un tren de aterrizaje y deberán sobrevolar durante varias horas el cielo toledano hasta que prefectura les autorice aterrizar.
De esa forma, y durante varias horas, los siete personajes principales que viajan en clase ejecutiva irán presentándose entre sí y dejando al descubierto sus verdaderas personalidades, filias, fobias e, incluso, aquellos secretos que jamás pensaron que iban a compartir públicamente.
Así es como a lo largo de la hora y media de película desfilan: una decadente estrella de la movida madrileña (grácilmente interpretada por Cecilia Roth), una vidente aún virgen (Lola Dueñas) capaz de oler la muerte y que asegura que en ese viaje su vida cambiará, un estafador que huye luego de hacer quebrar a la Caja Guadiana (personaje que remite a Mario Conde, estafador del Banesto), una pareja de yonquis que van en plan de luna de miel, un actor pasado de moda que deja a sus dos mujeres en tierra y que va en busca de su segunda oportunidad al ser convocado para protagonizar un culebrón mexicano y un enigmático hombre vestido de negro que, al mejor estilo de un personaje de Hitchcock, parece esconder más de lo que muestra.
Casi de un modo paralelo, los tres azafatos de Península (excelentemente interpretados por Javier Cámara, Carlos Areces y Raúl Arévalo) sostienen de un modo ininterrumpido el sabor a comedia sin que decaiga un segundo desde el mismo momento en que drogan a toda la clase turista (incluidas las azafatas) y se dedican a entretener a los siete personajes que, al encontrarse frente a frente a la posibilidad de morir en el aire, pasan por todos los estados de ánimo imaginables incluidas las situaciones mas bizarras y disparatadas que cualquiera pueda imaginar (tales como montar una orgía en el avión o de meter al mismo Rey de España en rumores relacionados con prácticas de bondage y sadomasoquismo).
Desde lo técnico la película cuenta con un sólido guión en el que se puede apreciar una variedad de géneros que subyacen en muchas de las situaciones propuestas (hay momentos de suspenso, toques de misterio en algunos personajes e incluso situaciones que bien podrían formar parte del cine de fenómenos paranormales).
En cuanto a las actuaciones, nadie en su sano juicio se atrevería a discutirle al español la capacidad que tiene para armar elencos, aunque hay que reconocer que el grupo de los tres azafatos roban no solo la mayor parte de los minutos en pantalla sino además, las risas del público y hacen que el resto de las actuaciones puedan brillar, incluso, sin proponérselo demasiado.
La musicalización de Alberto Iglesias y el montaje de Salcedo (quienes a esta altura son una extensión del cuerpo del director) logran poner el broche de oro a la pieza y otorgarle el brillante estilo que alcanzan las piezas de Almodovar sin desentonar con el resto de la filmografía.
Los amantes pasajeros no es, hay que decirlo, Mujeres al Borde de un ataque de nervios (aunque no tiene por que serlo). Muchos pensaron que en esta nueva propuesta se encontrarían con una continuación de aquella ya sea en el modo de contar, en los diálogos, la estética o, incluso, en la ambientación. Pero no es así. Nada tiene que ver y cuenta con elementos de sobra para alzarse como una pieza independiente.
Veinticinco años son mucho y en ellos, la vida de Almodóvar, al igual que la de todos los que asisten a sus estrenos renovando los votos de fidelidad y admiración, ha cambiado. Por eso, el hecho de que después de las dos décadas en las que se dedicó a pulir casi hasta la perfección la máscara del drama, es digno celebrar la decisión de que haya abierto el arcón y se haya decidido a quitarle el polvillo a la de la risa, esa que esperó paciente en la oscuridad la llegada de una historia en la que pudiera brillar tanto como supo en aquellos dorados años de la movida.