Los años sesenta en Argentina fueron tan convulsionados y llenos de cambios del mismo modo que en el ámbito internacional. Mientras el mundo se dividía entre dos polos (el del capitalismo y el del comunismo) los chinos comenzaban a exportar la revolución como mercancía, los rusos le pisaban los talones al fantasma de Armstrong enviando una perra heroína del soviet al espacio y el Che, Kennedy y Luther King se transformaban en memoria, en Argentina, Perón ya era el gran fantasma nacional y las dictaduras disfrazadas de revolución nacionalista, seguían desangrando al país en lo político, económico, social y cultural.
Sin embargo, uno de los ámbitos en los que mayor desarrollo hubo en el país durante aquellos años fue en el ámbito de las artes y, específicamente, en el mundo del cine. Así es como mientras un grupo de cineastas encabezada por Pino Solanas, Octavio Gettino y Raimundo Gleyzer comprobó que el documental era un arma y un manifiesto capaz de combatir las aberraciones de la política nacional, otros, influenciados por la inefable Nouvelle Vague francesa, instalaba la “Nueva ola” argentina exponiendo historias en las que los burgueses y los proletarios huérfanos de su sagrado protector encontraban en esas pantallas un espacio para pensar sus roles en el nuevo mundo que cada vez era más cambiante y que luego del Mayo Francés en el 68, se bañó de utopía alimentando el sueño eterno de una paz y una libertad posibles de alcanzar.
En nuestro país, una pléyade de directores forjó esa “Nueva ola argentina” integrada por Manuel Antín, Lautaro Murua, Rodolfo Kuhn y Jose David Kohon, entre otros, promovió una forma vanguardista de hacer cine, tomando los elementos de la Nouvelle Vague Francesa (tales como la filmación con cámara en mano, utilización del blanco y negro como una postura no sólo política sino, además, ética y estética, filmación en grandes escenarios urbanos, diálogos largos y cargados de profundidad, utilización de silencios como metáfora del monólogo interno de los personajes y un vestuario que, visto hoy, se transformó en una verdadera fuente histórica) logrando con ello contar las historias que aquejaban a la bipolar sociedad argentina, reflejo inequívoco de aquello que sucedía en las grandes capitales del mundo.
Lo cierto es que, si bien la nueva ola argentina dio enormes piezas a la cinematografía nacional (y mundial) es la que menos influencia parece haber tenido en las nuevas generaciones de cineastas que, en su mayoría, quizás por cuestiones de moda o quizás movidos por los intereses intelectuales de nuestra sociedad, se inspiraron más en lo producido en el cine de post-dictadura que en la enorme riqueza del cine argentino creado durante las décadas del 40´, 50´y 60. Por ello es que en 2015, la aparición de La luz incidente de Ariel Rotther supuso, además de una interesante propuesta, una reivindicación para aquel cine injustamente olvidado.
SERES EN BLANCO Y NEGRO EN TIEMPOS DE OPACIDAD POSMODERNA
Luisa (Erica Rivas) es una joven de clase alta que acaba de perder a su marido y quedó a cargo de dos mellizas pequeñas. Su madre es el único sostén que tiene y, con ella, intenta recomponer la familia que fue mutilada como consecuencia del fatal accidente en el que murió su esposo. Así es como a partir de esa pérdida Luisa sólo tiene fuerzas para criar a sus hijas y parece haber anulado prácticamente su capacidad para conocer otras personas e intentar rehacer su vida.
Sin embargo, el destino, como siempre logra imponerse a los designios y las voluntades humanas y la ubica en una fiesta a la que no tiene ganas de asistir (pero tiene que hacerlo por compromiso social) y conocerá a Ernesto (Marcelo Subiotto) un contador cincuentón, amante del jazz, soltero empedernido y que encontrará en ella la posibilidad de formalizar y alcanzar la familia que tanto sueña y que la sociedad de entonces le reclama.
A partir de aquel encuentro comenzarán a conocerse más profundamente, pero la actitud de Luisa se volverá errática y en muchas ocasiones desconfiada, ya que reconoce que no está enamorada de él (algo lógico teniendo en cuenta la traumática pérdida que acaba de sufrir) y ve como artificiosos y excesivos los intentos por agradarla a ella, a las pequeñas hijas e incluso a su madre quien lo ve como el candidato ideal para que su hija rehaga su vida y siga adelante en el camino. Y allí es donde explotará el dilema: ¿debe casarse con Ernesto -aún sabiendo que no lo ama- y seguir manteniendo su nivel de vida y darles a sus hijas un padre presente? ¿O debe tener autonomía y rechazar esa presencia que la incomoda y se le supone un pasaporte inevitable a la infelicidad?
Más allá de la complejidad del conflicto, la historia aparece como sencilla y bien podría considerarse un drama más de la burguesía porteña visibilizado en la historia del cine nacional. Sin embargo, la película al estar planteada en los años sesenta y estar filmada en blanco y negro propone al espectador un marco de análisis más elaborado, retándolo a que lo haga como si stuviera visualizando un film de la nueva ola argentina, y allí es donde la propuesta adquiere otro peso y otra intensidad dramática.
Uno de los primeros planteos que propone la pieza es el intento de ubicar temporalmente a la trama. La misma sabemos que transcurre en algún momento de los años sesenta sin que exista una definición específica de en qué tiempo histórico sucede (¿será Frondizi o Illia quien gobierna esa Buenos Aires en la que las fiestas con bandas de jazz y burgueses tomando champán parecen desconocer la realidad de una población que fue conminada a la orfandad? ¿O será el gobierno de Onganía, ese que con razzias en el Di Tella, bastonazos a estudiantes y opresión para evitar el avance comunista acabó incendiado por las explosiones del Cordobazo?) Así es como la ausencia de datos que impliquen anclar la historia en un año específico, le dan al relato cierto aire de atemporalidad y le permiten tomar la mentalidad de aquella época y amalgamar, con ella, una trama que resulta hipnótica y portadora de un profundo psicologismo.
El otro elemento que se vuelve interesante analizar es el del personaje de Luisa ya que sirve para pensar que rol cumplia la mujer en aquellos años (independientemente de las cuestiones de clase que la atravesaran) y qué es lo que la sociedad esperaba de ella. En ese sentido, una de las escenas que mejor ilustran ese conflicto es la que en una tarde de té, su madre y su suegra le sugieren amablemente que conozca alguien para rehacer su vida ya que “es muy joven y tiene dos hijas que quedaron sin padre”, dejándola expuesta a una situación de apremio que la llevará a tener que tomar las propuestas de Ernesto como la única y última salvación posible para sobrellevar su vida.
Del mismo modo, el personaje de Ernesto (excelentemente interpretado por Marcelo Subiotto) condensa el ideal de hombre proveedor de aquellos años, rebosante de cualidades (nunca se enoja, siempre está alegre, escucha jazz, es culto, hace regalos, no tiene vicios y se supone un padre ejemplar para las dos niñas que no nacieron de él pero que, en su abnegación y extremada bondad, quiere reconocer como propias) encierra a Luisa en un callejón sin salida y con escasas posibilidades para evadir la propuesta que parece perfecta pero que dista mucho de su ideal de felicidad.
La pieza de Rotter es una interesante posibilidad para indagar en personajes atravesados por los conflictos de la condición humana que determinan procesos psicológicos complejos, dignos de ser visibilizados ante la cámara y puestos para que el espectador los haga suyos e incorpore a su universo. Por ello resulta extremadamente acertada la elección de anclar la trama en un momento específico del país (los cambiantes sesenta en la cual están en constante cambio todas las estructuras que sostienen a la sociedad), bajo el canon ético y estético de un movimiento cinematográfico consolidado (la Nueva ola argentina inspirada en la Nouvelle Vague Francesa) y con la utilización del blanco y negro, verdadera metáfora de la existencia de esos atribulados personajes.
Calificación: **** (Muy buena)
La luz incidente (Argentina-Francia-Uruguay/2015). Guión y dirección: Ariel Rotter. Elenco: Erica Rivas, Marcelo Subiotto, Susana Pampin, Roberto Suárez y Elvira Onetto. Fotografía: Guillermo "Bill" Nieto. Edición: Eliane D. Katz. Dirección de arte: Ailín Chen. Sonido: Martín Litmanovich. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 95 minutos.