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31 Mar
31Mar

Borges alguna vez definió al tango como un sentimiento que se baila, y con esa frase, logró una de las mejores descripciones que se hicieran de él. Si bien para los argentinos comunes el tango significa la máxima expresión de cultura del país (y uno de los elementos por lo cual mas se los reconoce en el exterior) para otros, los tangueros de ley, más allá de vivirlo como un ritmo, un estilo o bien como un buen producto para exportar, significa –parafraseando al gran maestro de las letras – una verdadera expresión de sentimiento.

Es por eso que basándose en esa pasión irrefrenable que en algunos genera el tango, el director argentino Alejandro Saderman encontró el universo justo para contar la historia de El Último bandoneón, su película estrenada en el Festival Internacional de cine de Mar del Plata de 2006 y que, por estos días, llegó a las videotecas argentinas en formato DVD.
En el film, Saderman cuenta la historia de Marina Gayotto, una joven porteña que descubre que el bandoneón y el tango pueden ser mucho más rebeldes y oscuros que el repertorio que promueven algunas bandas de las que ella supo participar en algún momento de su vida. 

De esa forma, con su viejo bandoneón a cuestas – y portando un look bastante diferente al de las tangueras convencionales- a diario recorre improvisados escenarios porteños (autobuses, trenes, subterráneos) dando demostraciones de su arte al público que la aplaude fervientemente, quizás porque ella logra transmitirles la pasión y el sentimiento que pone en cada uno de los acordes que interpreta.

Y un día su vida cambia radicalmente, ante la noticia de que Rodolfo Mederos (uno de los mejores bandoneonístas de la Argentina) busca nuevos talentos para su orquesta, el destino le pone ante sus manos no sólo la posibilidad de dejar de ser una desconocida interprete, sino además, de formar parte de una de las agrupaciones mas emblemáticas de la música ciudadana. 

Así es como, totalmente ilusionada, se presenta a la audición en la sala de ensayos del músico y, allí, descubre que la prueba no va a ser para nada fácil, ya que además de unos cuantos aspirantes porteños (y en su mayoría hombres) hay algunos otros de diferentes nacionalidades, que han viajado especialmente para probar suerte con el bandoneonísta argentino.

Al comenzar Marina la interpretación de su tema, en pocos minutos, Mederos descubre que ella es la persona que él busca para que forme parte de su orquesta, pero a la vez, cae en la cuenta de que la joven, lejos de disfrutar de la pieza que interpreta, hace un esfuerzo terrible para que no se note el lamentable estado en que se encuentra su ajetreado bandoneón. Y la decisión finalmente se impone. El músico la acepta como alumna y futura integrante de su orquesta – pero a cambio- le pide que consiga un bandoneón Doble A, una pieza difícil en el mundo de la música y considerado por los expertos como el Stradivarius de los bandoneones. 

Es por eso que, a partir de ese momento, Marina deberá comenzar una minuciosa búsqueda por todos los rincones de Buenos Aires para dar con el ansiado instrumento, y gracias a ella, conocerá algunos personajes urbanos que, además de compartir con ella la pasión por el tango, se exponen como un ilustrado ejemplo con el que se puede reconstruir el mapa de la cultura porteña (por ejemplo visita a un grupo de ancianos que se juntan a tocar el bandoneón en un viejo garaje, luego conoce a un japonés que llegó a la Argentina para convertirse en cantante de boleros y que luego se transformo en tanguero, se inmiscuye en el mundo de mujeres maduras que no dejan un solo fin de semana sin asistir a la tanguería, y se sorprende con un luthier que declara no conocer mayor placer en este mundo que el de “resucitar” instrumentos que muchos creen muertos).

Pero lo cierto es que para Saderman, la historia de Marina y sus derivaciones no solo se circunscriben al territorio de la Argentina, sino que paralelamente, trasciende las fronteras. El director, quizás motivado por ese derroche de pasión que le significa el tango, decide trasladar el lente de su cámara hacia Caracas (ciudad en la que reside desde hace años) y allí, comienza a contar, casi en paralelo, un documental que exhibe como se vive el tango en un país que si bien poco tiene que ver con la idiosincrasia y la cultura argentina, ha logrado superar todas las barreras y adueñarse de el como si fuera patrimonio propio.

Con esta excelente pieza (híbrido genérico entre la ficción y documental) Alejandro Saderman logra varios aciertos. Por un lado, al colocar a Rodolfo Mederos como el protagonista de la historia, lo lleva a un espacio de popularidad mucho mayor del que gozaba como músico y, además, permite que el espectador pueda alejarse de la figura del Mederos músico y conozca al Mederos humano, aquel que queda al descubierto ante sus ojos en cada una de las actitudes y conversaciones que registra con la cámara.

Por otro lado, al personificar la pasión por el tango en la figura de Marina, logra que una gran cantidad de público joven desmitifique al tango como una música pasada de moda, vetusta, y que de esa forma, pueda descubrir en ella, la rebeldía y el hondo lirismo que subyacen en su esencia.

En definitiva, El Último bandoneón es una perla dentro de la cinematografía argentina, con una interesante historia de ficción, excelentes entrevistas y un gran despliegue de realización, dedicados a exponer las pasiones que esta música genera en no solo en nuestro país, sino en el resto del mundo.

EL ULTIMO BANDONEON (Argentina-Venezuela/2005). Dirección: Alejandro Saderman, Elenco: Rodolfo Mederos, Marina Gayotto y otros. Guión: Graciela Maglie y Alejandro Saderman, Fotografía: Miguel Abal, Música: Rodolfo Mederos. (Color, Duración: 90 minutos)

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